BOXEO
Aquella primavera de 1964, Valentín Izquierdo sentía el aliento de la gloria a la vuelta de la esquina. De sus modestos inicios en el ring de La Exposición en la sección de boxeo de la Atlética Avilesina, el púgil soñaba despierto con acudir a los Juegos Olímpicos de Tokio, para los que estaba preseleccionado. Nadie dentro del peso pesado aficionado español era mejor que él. Al presidente de la Federación nacional, Vicente Gil, praviano y médico personal de Franco, le había entrado por el ojo y llegó a pronosticar que sería olímpico y que sería deportista profesional. Lo cuidó como oro en paño y fue el primero en felicitarle cuando, en 1963, se proclamó campeón de España en Málaga. Izquierdo era una de las bazas de la selección para tocar metal en la capital japonesa. Él lo sabía, la Federación lo sabía y sus rivales lo sabían. Su sueño estaba a punto de ser realidad... hasta aquella tarde de la primavera de 1964.
«Era un entrenamiento ordinario, como cualquier otro», recuerda el ex púgil. «Estaba concentrado con el resto de la selección en Madrid, preparando los Juegos, y el entrenador había programado una serie de combates de preparación. A mí me tocaba pelear con un catalán, sólo para pulir la técnica. Sin embargo, en un momento del combate, solté un gancho de derecha y le di en todo el codo. Me rompí la mano, la buena además, por dos sitios. Fue el fin de mi sueño olímpico», rememora Izquierdo.
El boxeador criado en el multiusos de La Exposición tuvo que ver aquellos Juegos, los primeros televisados íntegramente en directo de la historia, en el salón de su casa, mordiéndose los nudillos. «Era mi sueño y se me escapó por una tontería», afirma. Pero la pena de Valentín Izquierdo no sólo provenía de perderse el más magno acontecimiento deportivo del mundo; sobre todo, lo que le dolía al púgil era no poder conocer de cerca al que, con el tiempo, se convertiría en uno de sus ídolos: Cassius Clay, luego Muhammad Ali cuando se convirtió al Islam. Clay brilló con luz propia en Tokio antes de dar el salto al profesionalismo y revolucionar el mundo del boxeo. «No hubiéramos podido competir, porque él todavía era semipesado, pero quizá hubiéramos compartido Villa Olímpica», comenta, con cierta nostalgia, Izquierdo.
Tras su exclusión de los Juegos de Tokio, al boxeador criado en Avilés se le cayó el mundo al suelo. Hizo dos combates en Gijón, pero la melancolía fue tan poderosa que le indujo a retirarse en 1965. Aunque nunca se había planteado llegar a ser profesional, a pesar de la insistencia de sus entrenadores y del presidente de la Federación Española, su prematura retirada frustró una carrera que se prometía esplendorosa. «No pude seguir. Los Juegos eran mi meta y, al quedarme fuera, me hundí y opté por dedicarme a otros deportes muy lejanos al boxeo como la caza o la pesca. Necesitaba un cambio en mi vida», explica.
Entre Valentín Izquierdo y Cassius Clay, aunque suene extraño, había varias cosas en común: su poderosa pegada, demoledora en el caso del norteamericano y, sobre todo, su movimiento de libélula encima del ring. Esa velocidad de piernas, «genética», según aclara el púgil, le permitía a Izquierdo competir en el peso pesado con tan sólo 1,72 de estatura y 83 kilos de peso, sólo dos por encima del mínimo permitido. Al no existir límite máximo, Izquierdo (que, en realidad, es derecho) debía verse las caras con mastodontes de hasta dos metros y 135 kilos. «Me convenía no acercarme mucho a ellos y exponerme a que me dieran un mamporro, así que tiraba de piernas y, cuando menos lo esperaban, soltaba la derecha», comenta Izquierdo para glosar la técnica con la que consiguió sus mayores éxitos.
Fue precisamente esa movilidad vertiginosa la que llamó la atención a los técnicos de la Atlética Avilesina. Hasta que pusieron sus ojos en él y lo engatusaron para pasarse al boxeo, Valentín Izquierdo era un multideportista que igual le daba a la jota que al fandango, aunque su velocidad parecía decantarle hacia el atletismo. Llegó incluso a formar parte del relevo 4x400 metros de la Atlética que se convirtió en campeón de Asturias. Sin embargo, aquel chaval que vivía en La Rocica y acudía a diario, como un reloj, a La Exposición, tenía cuerpo de boxeador. Luis Noriega, el entrenador de la sección de boxeo de la Atlética, y los hermanos Del Río le tentaron un día a subirse al cuadrilátero previo curso intensivo de aprendizaje consistente en salto de cuerda, mamporros a un saco relleno de arpillera y lo que en el argot se denomina «sombra»: el perfeccionamiento de los movimientos boxísticos a fuerza de practicar delante de un espejo. La primera vez que subió al ring de La Exposición, Izquierdo dejó boquiabiertos a sus entrenadores por su movilidad y su poderosa derecha. Tras una serie de combates de adaptación, Izquierdo estaba preparado para su puesta de largo: el Campeonato de España aficionado de 1961 que se celebró en el Palacio de los Deportes de Madrid. A las primeras de cambio le tocó verse las caras con un tío de 2,10 metros de estatura con un nombre paradójico: Manolito García.
El tal Manolito era nada menos que pentacampeón de España aficionado. «Tenía que dar saltos para arrearle en la cara», recuerda, con sorna, Izquierdo. El combate estaba perdido de antemano, dada la diferencia de talla y peso. «En una de éstas me dio una galleta y, cuando me cubrí para evitar que me diera otra vez, mi entrenador ya había tirado la toalla. Estaba aterrado el tío, pero yo hubiera seguido», señala el púgil.
La derrota y, sobre todo, la manera en la que se produjo dejaron herido el orgullo de Valentín Izquierdo, que no dudó en tomarse la revancha un año después, en 1962, en el Nacional para aficionados de Málaga. El lapso entre un campeonato y otro le había permitido afinar su técnica. Tanto que se plantó con facilidad en la final ante el valenciano Cabezas. «Era un tipo muy técnico y no pude tumbarle. Gané a los puntos, pero gané», señala el boxeador avilesino. La revancha se había cumplido.
El título de campeón de España le hizo ganar puntos en la Federación Española, aunque no en la Atlética: «Aunque fui el primer campeón de España que tuvo el club, nunca me hicieron mucho caso. No a mí, al boxeo en general. No era la sección más valorada que digamos», lamenta. Por eso, el haber sido preseleccionado para Tokio-64 era, no sólo motivo de orgullo profesional, sino también una especia de reivindicación de la sección de boxeo de la Atlética. Sin embargo, un mal golpe frustró su sueño. Se ponía así punto final a una carrera en la que Izquierdo hizo 33 combates, sin ningún k. o. en su debe.
Tras abandonar el boxeo, Valentín Izquierdo se dedicó a sus labores en el laboratorio de Ensidesa. El gigante siderúrgico había sido el maná para sus padres, como para tantas gentes de toda España que lo dejaron todo para buscarse los garbanzos en Avilés. Su padre era transportista y encontró rápido acomodo en el servicio ferroviario de la empresa. Al joven Valentín, que llegó a Avilés con 12 años, la ciudad le pareció a primera vista «un pueblo grande y saturado de gente», como él mismo recuerda. «De la noche a la mañana, Avilés había pasado de ser un pueblo pesquero a tener más de 100.000 habitantes y a consagrarse a la industria, y eso se notaba», señala Izquierdo. Sin embargo, y a pesar de que su nuevo hogar distaba mucho de ser un lugar paradisiaco, Valentín encontró en Avilés su Edén particular. «Veníamos de un pueblo donde nunca pasaba nada y en esta ciudad encontré la diversión, encontré amigos», recuerda.
Fueron aquellos días de adolescencia quizá los más gozosos de la vida de Izquierdo. «Todo se reducía a estudiar, pasear y hacer deporte al aire libre», rememora, y hace mención a la forma en la que los jóvenes de la época dedicaban su ocio: «El ambiente estaba en el parque del Muelle. Caminábamos parque arriba y parque abajo a ver si ligábamos. Y ligar, ligábamos, aunque yo me casé con una del pueblo», señala.
Avilés estaba aún por inventar. Todo era una sorpresa. «A veces se nos pasaba la hora del tranvía para volver a casa y teníamos que ir corriendo a toda pastilla a cogerlo a la calle Rivero. Entonces todo era diversión», comenta Valentín Izquierdo.
Tanta actividad febril al aire libre debía, por fuerza, desembocar en la práctica deportiva. Izquierdo, casi por inercia, se pasó un día por La Exposición, donde cientos de jóvenes avilesinos practicaban deporte a diario, la mayoría bajo los auspicios de la Atlética Avilesina. Se pasó un día y se quedó. «Aquello era un espectáculo. En la pista del Suárez Puerta entrenábamos, a la vez, cincuenta o sesenta chavales, todos juntos, todos corriendo y subiendo los escalones de la grada. Aquello era entrenar», recuerda Izquierdo. «Si los chavales de ahora, que no dejan de quejarse, hubieran conocido aquello... No teníamos nada: ni zapatillas ni chándal ni nada. Con decir que las duchas eran una manguera...», recuerda el púgil.
El hecho de haberse quedado fuera de los Juegos Olímpicos fue un varapalo para un deportista empedernido que no ha dejado la actividad, «aunque sólo sea caminar y jugar un poco al pádel», señala el ex boxeador.
A lo largo de su carrera profesional jamás ningún rival fue capaz de tumbar al boxeador avilesino. «Nadie me rompió nunca la cara. Sólo me faltó conocer a Cassius Clay».
FUENTE:http://www.lne.es/aviles/2010/02/01/teniamos-zapatillas-chandal-duchabamos-manguera/867119.html
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